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Capítulo 2: Al fin y al Cabo, ¡Vagamundos!

23.02.2018



Autor: Vagamundos Team

No es fácil para un ciclista transitar por las carreteras nacionales de Colombia. Muy pocas tienen berma, hay cuestas y “columpios” difíciles, la geografía nos lleva del calor al frío en un mismo día, sentimos que las “mulas” nos halan hacia ellas con el viento, los perros suicidas salen felices a recibirnos con sus ladridos y, por si fuera poco, el viento en contra, el terreno destapado o las lluvias repentinas hacen que la aventura inicie apenas salimos de casa.

El reto como ciclistas en Colombia consiste también en enfrentar el miedo. Miedo a las caídas, a los atracos, a los lugares peligrosos. En esta Antitravesía cruzamos Arauca, Casanare y Norte de Santander, y aunque todavía hay muchas carreteras “vetadas” para los ciclistas, cada vez circulan más grupos que se apoderan de lo que nos pertenece. La región del Catatumbo, la zona más montañosa de Norte de Santander es la zona donde habitan diferentes grupos armados, comunidades indígenas y campesinas. Allí, al pie de esas hermosas montañas, nos encontramos.

El dueño del restaurante, quien había escuchado la conversación sostenida con la pareja de clientes esa noche, se acercó y nos dijo lo siguiente:

– Muchachos, lo que dicen ellos es verdad, además, por el camino a veces hacen “peajes” y bueno, ustedes en esas bicicletotas llaman mucho la atención.

– Pero entonces, ¿no hay forma de avanzar?

– Pues la otra opción es que tomen la vía que va hacia Ocaña, por ahí transitan las mulas. Esa es pavimentadita, entonces es más fácil. Eso sí, tienen que atravesar toda la montaña.

Y mientras cenábamos, decidimos quedarnos en ese hostal del cruce de Astilleros esa noche. Punta Gallinas está muy lejos todavía.  Amanece el 28 de diciembre con una meta en la cabeza: lograr los 220 kilómetros que nos separan de Aguachica, y superar sus 9.000 metros de desnivel positivo.

Son las 5:00 de la mañana y salimos de las habitaciones para tomar un rápido desayuno, tan rápido que arrancamos como si estuviéramos en una carrera. Cuando Kike baja, encuentra que las duplas Franklin-Jack, Andrés-Gustavo, y Angélica-Justo se han ido. Alejandro, al ver el restaurante muy vacío, se desespera, coge un pan y arranca con su bici a alcanzarlos. Kike, ve a Carlitos tranquilo, sentado con su desayuno, está solo, y decide quedarse con él. Minutos más tarde arrancan, y ven a lo lejos un enorme tractor; Carlitos exclama:

– ¡Peguémonosle a ese! ¡Tomemos ese Rappi-tractor!

Kike, emocionado, acelera. Lo alcanzan y se van tras él. La sensación de ir tras un vehículo que corte el viento es genial; Kike vivió la frase que repiten los narradores de ciclismo: “llevan al capo entre algodones”. Pero cuando inicia la subida se vuelve más difícil el paso, acelera el tractor, Kike trata de mantener el ritmo y mira a Carlitos, que tranquilo, le responde:

– Está como duro el paso, ¿no?

Kike, totalmente descompuesto, sólo atina a hacer una mueca en señal aprobatoria y sin alientos para responder, le señala más bien que avance tranquilo que él ya no puede aguantar el paso y se “baja” del Rappi. Mientras para y descansa, ve como Carlitos se aleja lentamente, y ya completamente solo, decide hacer una parada. La naturaleza nunca abandona a los ciclistas, así que un dulce aroma lo distrae de sus pesares y sobre la canaleta, una veintena de mangos alivia sus sentidos. Se sienta como un niño a comer mientras piensa en la subida que le falta, las pocas fuerzas que le quedan y en la posibilidad de echar dedo para pedir el aventón. Como consolándose se dice:

– Ya me llevan mucho tiempo. Las piernas no van bien. ¿A dónde íbamos hoy? Carajo ¿qué hago aquí? Ya me fui una vez en carro, pues que sean dos. Echemos dedo, ¡qué carajos! Los alcanzo y listo.

Pasa una hora, mientras come mangos y ningún carro lo lleva. ¿Qué hace un ciclista ahora? Toma su bicicleta y sin más, trepa su infortunio.

El grupo, adelante, se dispersa mientras suben, cada uno a su ritmo, y se convierten en escarabajos, sufriendo la subida. Algunos desayunan nuevamente, cerca de Sardinata para tomar alientos luego del primer “patios” que ya han subido, y atacar ahora el segundo ascenso de 54km. ¿Qué pasó con Kike? Pues en la subida larga se encuentra con Justo, Gustavo y Angélica por fin. Deciden parar en una tiendita de frutas. Kike, cansado pero con buen ánimo, escucha las frases y los chistes filosóficos de Justo quien le dice:

– Uno debe darle al cuerpo lo que le pide. Qué te pide tu cuerpo Kike.

– Pues en este momento mi cuerpo pide un bus.

Reímos alegremente. En la tiendita sólo había dulces y frutas, y Kike necesitaba algo de sal.

– Oye, Angélica, ¿tienes algo saladito de comer?

Angélica, sacó de su jersey una pequeña bolsa que contenía una pechuga, papas y yuca.

Luego de unos minutos y comer con avidez, Kike, animosamente le dice a Angélica:

– ¿Sabes? Tu pechuga me salvó.

A mitad de la gran subida pasamos por un corregimiento llamado La Curva donde algunos almorzamos. Coronamos separados el alto El Pozo y avanzada la tarde, hacemos un descenso muy rápido saltando mulas y más mulas. Viene otro ascenso corto, de 7km para pasar por Abrego y luego a Ocaña. El primer grupo de Andrés, Franklin y Jack coronaron Ocaña al atardecer. Cenan allí y emprenden el ultimo ascenso de 9km para llegar a Aguachica a las 11pm. Para el grupo de “los de atrás”, cae la noche durante el descenso hacia Ocaña, allí cenamos y emprendemos la subida para cruzar a Aguachica y por fin llegar a la Ruta del Sol. Llegamos a las dos de la mañana. Franklin y Andrés ya duermen, y es Jack quien se sacrifica hasta que nosotros llegamos. Kike, sufre la última subida por una inflamación en la rodilla por el sobreesfuerzo, así que decidimos eliminarlo para que descanse y avance con las maletas en la mañana hacia San Juan del Cesar, adelante de Valledupar.

Ya es viernes 29 de diciembre y esa mañana nos despedimos de Kike en la Terminal de Aguachica, Cesar, y de castigo lo mandamos con todas las maletas. Recorremos la Ruta del Sol con bochorno, calor y sed. De un solo pedalazo pasamos por Besote, Becerril y Pelaya, almorzamos en Pailitas y mientras esperamos que “baje el sol”, dormimos tirados en el restaurante, como es habitual en todos los restaurantes a donde llegamos; seguimos hacia Curumani, San Roque y en Rinconhondo, y para sentir el sabor de la costa, la suegra de Franklin nos invita unas “costeñitas”. Kike nos espera en San Juan de Cesar, ya son las 8 de la noche y todavía nos quedan 196 kilómetros para llegar. Dos horas después, paramos al borde de la carretera y mientras Gustavo cuenta una triste historia, los ánimos bajan, ya no queremos seguir y Andresito nos reta y se enoja. Seguir implica llegar a las 8 de la mañana a San Juan del Cesar, muertos del sueño. Decidimos sin embargo medir las fuerzas hasta el próximo pueblo.

La media noche nos alcanza al pedaleo por caseríos dormidos, perros zombies y ni una tienda a la vista. El próximo pueblo es Agustín Codazzi, y al aproximarse la una de la mañana cae un aguacero torrencial; no queda más remedio que terminar la ruta allí buscar algo de comida y un lugar para descansar. Encontramos un local de comida con tres borrachos y una señora amable: pastel de arroz, empanadas de carne y chicha de maíz, cena para dioses ebrios. Preguntamos por hospedaje y solo queda lugar en unas residencias a 10 cuadras.

– Buenas, somos nueve ciclistas, un poco mojados y queremos pasar la noche.

– Uy, ¿ocho hombres y una mujer? Les doy tres habitaciones, pero con la condición de que a las cinco de la mañana ya se tienen que ir. Vea que si la dueña se da cuenta que ustedes llegaron me meto en problemas.

– Uyyy no sea malo, hasta las seis. ¿Cuál es el problema?

– Es que ella no permite que en un mismo cuarto se queden dos hombres o más, y menos si los ve con esas trusas pegadas con las que vienen.

– Pues ni modo. A dormir tres horitas pues.

A las 4:45 de la mañana de ese 30 de diciembre el empleado de las residencias golpea las puertas de los cuartos para que salgamos. Somnolientos, nos alistamos tan rápido como podemos, con el mismo uniforme húmedo todavía y salimos a buscar la plaza de mercado para desayunar.

Día con muchísimo sol, pavimento y viento. Luego de atravesar San Diego y Robles, dejamos el departamento del Cesar y nos inunda la alegría de ver un aviso que anuncia: “Departamento de la Guajira”. Kike mientras tanto duerme la siesta y ya nos extraña. Bueno realmente espera que nos demoremos para ponerse más hielo y seguir descansando. Llegamos a San Juan del Cesar a medio día, Kike, ya repuesto nos espera en la Residencias “Salamina”; ha gestionado lugares de almuerzo y un espacio para lavar el uniforme sucio y oloroso del día anterior y alistar maletas. Luego de un sueño de dos horas, mientras pasa el sol de la tarde nos tememos lo peor. Mañana ya será 31 de diciembre y nos faltan más de 300km para llegar a Punta Gallinas. Es hora de hacer lo que se ha vuelto un ritual, un momento de ruptura, hacer un non-stop. Compramos provisiones para la noche, y en esa panadería, Andrés sale con uno de sus apuntes:

-         ¡Muchachos! Ya tengo la solución para no dormirnos.

-         ¿Red bull pa’ todos?

-         ¡No hombre!

-         ¿Ir en la parte de arriba de un camión de pollos?

-         Ahh, nada de eso.

-         Esperen y verán.

 Y luego de unos minutos, llega con una cajita blanca en las manos. Enciende el botón y mientras suena un estruendoso Reggaetón dice:

-         Es un radio muchachos, ¡una de las nuevas 14 cosas útiles!

Arrancamos de noche, luego de tomar mil jugos en la panadería, poner a cargar el radio y llenarlo con las canciones de los celulares. Sin más preámbulos atravesamos los pueblos de Distracción, Fonseca y Barrancas, y allí decidimos cenar.

-         Ya es media noche. Es hora de continuar.

Y así empezamos el último día del año: lejos de casa, por una carretera en la penumbra, pasamos por Hatonuevo y Albania, muy cerca del oscuro complejo Carbonífero del Cerrejón. Imposible no sentir la desazón por las contradicciones que se viven en la Guajira, aunque a simple vista no se vean. Ya llevamos 2 horas y media pedaleando en la noche, con nuestras luces y ahora la música.

Entramos a una zona militarizada después de Albania, teníamos mucho sueño, pero nos dijeron que no podíamos parar. En un retén, junto a los militares de turno que cuidan una de las entradas a Cerrejón, cerramos los ojos por fin durante media hora. Algunas mantas térmicas suenan, los grillos de la noche y luego de unos minutos unos ronquidos prematuros. Tres de la mañana, suena la alarma y arrancamos por una infinita recta, rumbo al norte. No distinguimos nada más, solo oscuridad mezclada con líneas blancas de la carretera, cuando de repente, cae una pequeña llovizna sobre nuestras cabezas. En ese momento recordamos las palabras del poeta Wayuu Vito Apushana, que nos dan la bienvenida espiritual a la tierra sagrada de la Guajira:

Cuando vengas a nuestra tierra

descansaras bajo la sombra del respeto

Cuando vengas a nuestra tierra

escucharas nuestra voz en los sonidos del anciano monte

Si llegas a nuestra tierra

con tu vida desnuda seremos un poco más felices

y buscaremos agua,

para esta sed de vida,

interminable.

 

Pasamos como fantasmas por el famoso cruce llamado Cuatro esquinas, intersección para ir a Maicao, Riohacha o Uribia. Es el único lugar donde hay personas a las 4 de la mañana, ya que es un punto de paso a la frontera con Venezuela, lugar de contrabando de gasolina y claro, negocios ilegales.

Más adelante el sueño nos vence otra vez. Ya van a ser las 5 de la mañana y decidimos parar al borde de la carretera a dormir. Alejandro y Andrés deciden continuar. Nos rodeaba el terreno desértico, cactus y plantas espinosas. Escuchábamos entre sueños algunos carros o motos que antes de pasar, bajaban la velocidad a nuestro paso, para arrancar estruendosamente como espantando la penumbra del miedo. Media hora después, suena la alarma y enfilamos la ruta para acercarnos al último amanecer del año. El desierto, el cielo azul, el viento, fueron nuestros compañeros durante el amanecer. Por fin, sobre las 9 de la mañana, llegamos a la capital indígena de Colombia: Uribia. Desayunamos y luego en la plazoleta central, buscamos una tarima a la que subimos las bicicletas y dormimos todo el medio día, escondiéndonos del inclemente sol. Llega la tarde, almorzamos y alistamos las provisiones para llegar al cabo de la Vela.

ANGÉLICA: Como así, ¿luego no íbamos a ir hasta Punta Gallinas?

FRANKLIN: Para llegar hasta allí antes que acabe el año, necesitamos un día más y cargar todas las provisiones al hombro. Ya no alcanzamos.

El terraplén nos espera. Los últimos 66 kilómetros del año. Nada como celebrar con algunos vinos en la cabeza y luego de 20 kilómetros de ruta, decidimos tomar una trochita que acorta camino, al desviarnos de la carretera principal para tomar un sendero indígena que nos llevaría al mar.

– ¡Vagamundos! ¡Hay luna llena, atención!, es el momento de usar la luz del entendimiento.

Todos apagan sus luces y nos dejamos guiar por la luna, nuestro instinto y nuestra respiración. Se siente el viento marino y se alucina con el sonido del mar que está a menos de 5 kilómetros. Escuchamos algunos perros, vemos las primeras rancherías, y algunas fogatas a lo lejos. Pisamos Territorio ancestral de los indígenas Wayuu, los verdaderos dueños de esta tierra. Apagar las luces fue buena idea para pasar desapercibidos.

A lo lejos, por fin, se ilumina el camino. Vemos el inmenso mar frente a nosotros, la arena color luna nos sumerge en un ameno trance, nos bajamos de las bicicletas y nos dedicamos a contemplar lo infinitamente grande y bella que es esta tierra, y nos damos cuenta de que todo cobra sentido. Hacer este viaje vale la pena para contemplar esto; llegar hasta allí, en la noche, con las siluetas del desierto, perdidos en algún punto del gran mapa de Colombia tiene todo el sentido. Alegres, vemos a lo lejos el faro del Cabo de la Vela que nos llama, para darnos el último aliento. Comemos nuestras últimas provisiones, y tomamos las bicicletas para llegar hasta el Cabo, con el sonido de las olas a nuestra izquierda y el desierto tibio, los cactus y las rancherías por doquier. Algunos perros aúllan, algunos niños se percatan de nuestro paso y corren al encuentro, algunas risas y caídas al frenarse las ruedas en la arena; cielo y estrellas nos llevan hasta las 10 de la noche cuando por fin vemos las luces del pueblo del Cabo dela Vela, donde, en unas suaves hamacas, esperaremos el inicio del nuevo año.  

 

Espera la última entrega de esta aventura la próxima semana…

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